Por Eduardo Balán
Artista popular. Fundador y referente de El Culebrón Timbal
Hace algún tiempo, por recomendación del maestro Victor De Gennaro, me encontré con el libro “La Enfermedad como Camino”, de Thorwald Dethlefsen. A lo largo de sus hermosas páginas, el lector va comprobando que las enfermedades del organismo son también un mensaje cifrado en el que hay algo del pasado y algo del futuro; una señal física, pero también espiritual, con la que uno debe amigarse y a la que está desafiado a comprender. ¿Habrá algo de eso en la tragedia que estamos atravesando?
La irrupción de la pandemia global del virus COVID-19 parece estar generando un efecto cultural de alcances todavía imprevisibles, enancada en la dolencia y las muertes de miles de personas en todo el mundo. Su vertiginoso despliegue geográfico no dio tiempo a puestas en escena muy cuidadas por parte de los gobiernos y las prioridades de las grandes referencias mundiales quedaron expuestas; tal como señaló el ex alcalde de Bogotá, Gustavo Petro, en un lúcido video, mientras el gobierno de China rápidamente asumió la situación y afrontó pérdidas económicas gigantescas al proceder al confinamiento de la población en sus hogares, otros estadistas como Trump, Bolsonaro, Piñera y Duque Marquez, priorizaron los negocios. Hicieron un balance financiero de la situación y decidieron mirar para otro lado durante prácticamente una semana y dejar hacer a las leyes del Mercado (que poco se interesan en la salud de nadie que no pase por la caja), perdiendo un tiempo precioso y generando un escenario de altísimo daño para sus sociedades y sus pueblos, que probablemente se traducirá en centenares de muertos en las próximas semanas.
Según dice Gustavo Petro y otros sanitaristas y expertos, tanto el confinamiento de las poblaciones en sus hogares como el incremento de instalaciones sanitarias en condiciones de atender problemas respiratorios son las claves de un abordaje integral de la pandemia. Pero la encrucijada que ha salido a la luz es una más profunda: la necesidad de tener que optar entre la protección de la Vida de las poblaciones o el sostenimiento ad-infinitum de los márgenes de rentabilidad de las grandes empresas nunca se había planteado con una contundencia tan nítida en todo el planeta, como un cachetazo surgido del mismo centro de una espiral suicida.
Más allá de las coordenadas que le pudieron haber dado origen (todos ya sabemos que vivimos en la era de la creación de la “guerra bacteriológica”), lo cierto es que la pandemia del Coronavirus está funcionando como una especie de tormenta furibunda que está llevándose puestas a las “zonceras” (diría Jauretche) con las que la cultura del Gran Capital nos aturde cotidianamente: por ejemplo, que podemos prescindir del Estado, o sea, de una organización pública y estatal de gobierno, de raigambre democrática o comunitaria y de sentido colaborativo, que los mecanismos competitivos del Mercado son el único camino hacia el futuro, que la idea de “humanidad” es una licencia poética porque en el fondo somos lobos o corderos regidos por la Ley del Mas Fuerte, que es imposible detener la marcha de la economía global dominante bajo ningún concepto, que los Pueblos del mundo no pueden proceder con prudencia colectiva, que la democracia es una insalvable entelequia hipócrita y que asumir cualquier otro horizonte que no sea el del capitalismo salvaje daría lugar a un cataclismo apocalíptico.
Parece que no es tan así. Por alguna razón, desde hace una semana, no sin expresiones contradictorias y afirmaciones entre angustiosas o destructivas (que también las hay), millones de personas (y organizaciones populares) en todo el mundo inundan las redes sociales con mensajes solidarios, de cuidado, como un grito de auxilio lanzado al corazón de nosotras y nosotros mismos. Canciones, videos educativos, dibujos, cuentos, escenas familiares, danzas, propuestas comunicativas en barrios y ciudades. Gestos de generosidad y atención mutua que aparecen por acá y por allá. Y no sólo desde lo sensible; los Pueblos estamos, además, interpelando a nuestras organizaciones, a nuestros Estados, reubicando a nuestras instituciones en su función primordial que es la del cuidado de la Vida; las cuantiosas pérdidas de los grandes conglomerados comerciales globales en absoluto han causado el derrumbe de la civilización; por el contrario, se está evidenciando que una desaceleración del consumismo febril produce una suerte de oxigenación de la convivencia cotidiana. No son pocas las imágenes de ambientes naturales que están mostrando las señales de que, al interior de la tragedia, se abre paso un mensaje de salud planetaria.
Para los que trabajamos en la Cultura Viva Comunitaria, estos son tiempos extraños, en los que debemos quedarnos en nuestros hogares, y en los que no podemos sostener ni reuniones ni encuentros populares; sin embargo, en el medio del dolor y la incertidumbre, podemos percibir algo misterioso: la sensación de pertenecer, finalmente, a un enorme barrio cuya gente debe ser cuidada.
Está surgiendo una mirada global que era poco más que una quimera hace un par de meses: la perspectiva de que lo que habita este Planeta es realmente un Pueblo de Pueblos, que nuestros destinos están feliz o dramáticamente entrelazados, que es inútil intentar obturar nuestra naturaleza colectiva, y que en ello nos va la salud y la vida.